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La democracia mexicana vive bajo una sombra que no termina de disiparse: la violencia política ejercida desde los propios centros de poder.
Si bien las campañas electorales suelen transcurrir con la apariencia de una contienda civilizada, detrás del telón se despliega un entramado de presión, amenazas y expedientes judiciales fabricados, diseñados para desactivar a los candidatos incómodos.
Este fenómeno, lejos de ser una excepción, se ha vuelto una estrategia sistemática que pone en riesgo no solo la equidad en la competencia, sino la integridad misma del proceso democrático.
En el actual proceso electoral en Veracruz, la violencia no ha sido anecdótica ni marginal. Se ha convertido en un instrumento político.
Candidatos amenazados, equipos de campaña hostigados y un clima de intimidación que opera como un mensaje tácito: "No te metas si no eres parte del sistema".
La constante es clara: quienes desafían los intereses de los grupos de poder, enfrentan no solo a un adversario electoral, sino a un aparato dispuesto a usar todos los recursos —legales e ilegales— para neutralizarlos.
Uno de los mecanismos más preocupantes es el uso de expedientes judiciales como herramientas de guerra política.
En lugar de ser instrumentos de justicia, se convierten en castigos preventivos contra quienes podrían arrebatarle el poder a quienes lo detentan.
No se trata de investigaciones legítimas ni de transparencia, sino de fabricar escándalos, sembrar dudas, y, en el mejor de los casos para los agresores, descarrilar candidaturas antes de que lleguen a la boleta.
El caso de Veracruz en las recientes elecciones municipales lo ejemplifica con crudeza.
Municipios enteros vivieron un ambiente de miedo, con amenazas veladas o explícitas contra aspirantes a presidencias municipales.
En algunos casos, la intimidación fue tan intensa que los candidatos decidieron bajarse de la contienda.
La política, una vez más, se volvió terreno exclusivo de quienes pueden pagar seguridad, negociar con criminales o someterse a los intereses del poder establecido.
Este panorama tiene consecuencias inmediatas y de largo alcance. A corto plazo, genera procesos electorales profundamente desiguales, en los que la voluntad popular se ve condicionada por el miedo.
La ciudadanía, al ver candidatos silenciados o amedrentados, percibe que no hay garantías para un cambio real.
La abstención crece, el cinismo también. Y el círculo vicioso de la impunidad se refuerza.
A largo plazo, esta dinámica erosiona el pacto democrático. Cuando las elecciones dejan de ser un terreno de ideas para convertirse en una disputa de amenazas y expedientes judiciales, el sistema pierde legitimidad
Los ciudadanos ya no votan por proyectos, sino por sobrevivientes.
La política se degrada a una guerra de desgaste en la que solo ganan los que tienen las armas —metafóricas y literales— más poderosas.
El Estado mexicano, en sus distintos niveles, ha sido omiso —cuando no cómplice— de esta situación.
Las instituciones electorales, con pocas herramientas y menos voluntad, apenas pueden documentar lo evidente. Y la narrativa oficial, en lugar de reconocer el problema, suele reducirlo a "casos aislados" o "rivalidades personales".
Pero no se trata de anécdotas. Es un patrón. Y como tal, debe ser enfrentado con seriedad. Se requiere una profunda reforma que blinde los procesos electorales de las prácticas de guerra sucia judicial.
Un primer paso sería fortalecer la autonomía de las fiscalías, pero también establecer mecanismos de protección real para los candidatos, especialmente en regiones de alto riesgo.
Asimismo, se necesita voluntad política para sancionar a quienes usan los recursos del Estado para eliminar a sus oponentes.
Hoy, la violencia no solo se mide en balas. También en denuncias infundadas, en campañas de desprestigio, en expedientes abiertos a conveniencia.
La democracia mexicana no puede seguir tolerando que el acceso al poder dependa de la capacidad de intimidar, cooptar o destruir al adversario.
O consolidamos una democracia en la que todos puedan competir en igualdad de condiciones, o seguiremos normalizando un modelo en el que el poder no se gana con votos, sino con expedientes y amenazas.
El país ya no puede darse el lujo de mirar hacia otro lado.
Mientras la violencia electoral marca la agenda pública, otro foco de preocupación surge en la Cruz Roja Delegación Coatzacoalcos. Una auditoría interna ha revelado indicios de malos manejos financieros: cobros a particulares por traslados en ambulancias que no ingresaban a la institución, y opacidad en el manejo de los ingresos.
El nuevo consejo administrativo ha advertido posibles denuncias por fraude o abuso de confianza. El caso podría escalar a instancias judiciales, y pone en entredicho la transparencia de una institución benemérita que debería representar confianza social.
La ciudadanía exige cuentas claras, y que la filantropía no sea otro pretexto para el desvío de recursos. La Cruz Roja necesita más que una auditoría: necesita recuperar su credibilidad.
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