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Cuando El Califa de León se convirtió en la primera taquería del mundo en recibir una estrella Michelin, el mundo volteó a ver este pequeño local en la Ribera de San Cosme, en Ciudad de México.
La distinción trajo reconocimiento global, filas interminables y celebridades hambrientas de gaoneras. Pero también sembró discordia interna y tensiones con los vecinos. A un año del galardón, el propietario Mario Hernández reflexiona:
"A mi parrillero lo nombraron chef, y él se creyó un rockstar"
Arturo Rivera, el hombre tras la parrilla durante la llegada de la estrella, fue el rostro involuntario del éxito. Pero según Hernández, la fama lo mareó. "Lo compraron, le bajaron el sol, la luna y las estrellas", dice, cuestionando que se le haya llamado chef sin formación formal.
Aunque respeta su salida, deja claro que el secreto del taco no está en una persona, sino en la técnica del corte, transmitida por su padre y perfeccionada por años.
El éxito no solo transformó la cocina. También desató conflictos con vendedores ambulantes y negocios aledaños, que vieron en la fama de El Califa una amenaza... o una oportunidad. "Esto genera", afirma Hernández.
Algunos adaptaron mesas, otros hicieron mercancía con la imagen del local y del personaje Michelin. Pero también hubo presiones: "Fueron a la alcaldía, se quejaron. Esto es una mafia", dice sin rodeos.
Hoy, la parrilla está en manos de Gloria Ochoa Hernández, quien continúa la tradición. El local mantiene su esencia: carne, sal de grano, limón... y una técnica que pocos dominan. Hernández sueña con otra estrella y con expandirse a Estados Unidos y Europa. "Los sueños se cumplen", dice con firmeza.
La estrella Michelin iluminó más que una taquería; desató una historia de orgullo, celos, sabor y ambición que apenas comienza.